El verano que Yolanda Santana cumplió 18 años fue una fiesta. Riendo, Santana recuerda bailar hasta el amanecer en Cheetah y otras discotecas de Manhattan. También recuerda que parte de la diversión era caminar hasta las discotecas desde la calle 181, una distancia de aproximadamente siete millas.

 

“Cuando vas hablando con tu mejor amiga, el tiempo pasa y ya llegaste”, dice. “Oh y después de bailar toda la noche, nos íbamos a un after-hours [club]”.

 

Hoy las fiestas de Santana son distintas, tienen más que ver con citas con su nieto y jugar Hot Wheels en el piso de su estudio del Bronx en Nueva York que con bailar hasta el amanecer. Ahora tiene 67 años, ha vivido una vida plena que incluye un diagnóstico de VIH en 1996 y en 2018 el diagnóstico de una condición degenerativa y dolorosa llamada estenosis espinal. Su columna vertebral se está comprimiendo sobre sí misma, apretando nervios y creando espolones óseos que causan un propio dolor. Ahora una caminata de siete millas es totalmente impensable.

 

“Todavía me encanta caminar. Con mi andador puedo caminar”, dice Santana.

Yolanda Santana

Yolanda SantanaBill Wadman

 

Santana no está sola. Un análisis de datos de 2017 encontró que el 45% de las personas que viven con el VIH reportan alguna forma de discapacidad, y que las discapacidades motrices son las más comunes, una de cada cuatro personas las ha reportado. Y eso es entre todos los adultos que viven con VIH. Los hombres de mediana edad con VIH caminan más lentamente y continúan desmejorando más rápidamente que sus pares VIH negativos.

 

Al llegar a los 50, los hombres negros que viven con el VIH tiene tres veces más probabilidades que las personas blancas de tener una discapacidad motriz. Estas disparidades raciales sólo se observaron en personas que viven con el VIH, no entre la población VIH negativa. Y la proporción de personas con discapacidad motriz aumentó significativamente a medida que las personas llegaban a los 65 años o más. Para las mujeres viviendo con el VIH la motriz era más baja que para los hombres con el virus.

 

Caminar lento, movimientos limitados y dificultad para levantarse desde una posición sentada, son tres de los criterios que se requieren para un diagnóstico de fragilidad, una condición del envejecimiento que puede dificultar a las personas la recuperación después de enfermedades episódicas. La buena noticia es que las herramientas auxiliares de movilidad pueden ayudar a que las personas se muevan, lo que está asociado con una mejor salud general a medida que envejecemos.

 

Los médicos que proveen atención geriátrica ya consideran que mantener la movilidad es una de las seis áreas clave de buena atención de las personas a medida que envejecen. Las otras cinco son: las preocupaciones que más le importan a los clientes, mente/conocimiento, medicación/polifarmacia, complejidad múltiple/vivir con múltiples condiciones crónicas y factores modificables.

 

Un reporte del O’Neill Institute for National and Global Health de Georgetown University publicado en 2021, pide más y mejores investigaciones sobre la salud de las mujeres y las personas transgénero que están envejeciendo con el VIH y también que se adapten programas tradicionales para personas mayores en programas que también funcionarían para las personas que viven con el VIH. Los autores indican que satisfacer estas necesidades es esencial para terminar la epidemia del VIH.

 

El informe establece que “Es necesario realizar acciones concertadas para satisfacer las necesidades de las personas mayores que viven con el VIH”.

 

Al igual que muchos sobrevivientes a largo plazo, Santana ha visto mucho. Diagnosticada en 1996, sobrevivió a su hermana mayor, a su padre y a una relación romántica seria—todos murieron de causas relacionadas con el SIDA. Ha sobrevivido la adicción al crack y problemas con un negocio de drogas en Sudamérica. Ha sobrevivido el abuso sexual siendo niña, violencia doméstica y un período “infernal” en el que vivió en la calle y realizó trabajo sexual para mantenerse. Pero ha sobrevivido y ha comenzado a restaurar los vínculos con los hijos, a los que perdió como resultado de su uso de drogas.

 

“Hay tantas cosas, que trato de no pensar. Honestamente me atormentan” dice.

 

La muerte de su hermana—una mujer apenas un par de años mayor que Santana—en 2001 la golpeó especialmente duro. Santana vio cómo su hermana se hizo adicta a la heroína y comenzó a vender sexo para mantener su adicción. Santana recuerda ser testigo de eso y pensar, Eso nunca me va a pasar a mí. Pero en unos pocos años, ahí estaba, casi en la misma situación, en su caso prostituyéndose por crack. Cuando su hermana murió, dice Santana, ella ya sabía que incluso “las buenas personas trabajadoras” pueden hacerse adictas. Pero algo sobre la muerte le hizo mella.

 

“Siempre digo que mi hermana murió para que yo pudiera vivir”, dice. “Si hubiera seguido el mismo camino [que mi hermana], hubiera estado blasfemando contra mis hijos y contra mi madre, que estuvo realmente ahí apoyándome. Le dije a Dios ‘Quítame mi vida o déjame empezar de nuevo’”.

 

Algo nuevo empezó. Comenzó un proceso de años para dejar las drogas, que no ha vuelto a usar desde 2009. También comenzó a recibir atención a través de GMHC y otros proveedores de salud, tanto que hoy en día ella no sólo controla su VIH sino que mantiene una carga viral indetectable.

 

Santana dice que nunca supo exactamente qué fue lo que causó su estenosis espinal. Pero lo que haya sido, el dolor no apareció hasta 2005. Al principio era manejable. Tomaba Tylenol con codeína y seguía con lo suyo. Pero a medida que pasaba el tiempo no mejoraba. De hecho empeoró. Poco después comenzó a usar un bastón para ayudarse a hacer las cosas que siempre había hecho. Finalmente busco tratamiento para el dolor a la clínica de VIH y trabajó con un especialista en dolor.

 

Para 2018 sufría un dolor tan fuerte que lloraba en las consultas con el médico, dice. Moverse se volvió mucho más difícil. Fue sólo cuando se cayó en el consultorio del médico que le mandaron a hacer estudios para ver la columna vertebral. Entonces fue que recibió el diagnóstico de estenosis espinal y supo que no existía tratamiento.

 

“Así que mi columna vertebral se está pudriendo lentamente, y mi dolor empeora progresivamente”, dice.

 

Pero ella recibe alguna ayuda, en forma de epidurales mensuales y la adición de morfina y oxicodone para soportar los ataques de dolor. Siendo una persona con historial de problemas con el uso de drogas, tiene cuidado con las recetas de medicamentos calmantes. Ella sabe que no puede tomar muchos o corre el riesgo de perder el acceso.

 

Recientemente hizo una caminata que para ella ahora es larga, seis cuadras de la ciudad, desde la calle 42 de Manhattan hasta una feria callejera en la calle 36. Con la ayuda de su andador, Santana llegó hasta los puestos, admirando las artesanías y disfrutando del aroma de la comida que vendían. El andador también le permite ir al mercado a comprar comida. Y aunque sabe que después pagará las consecuencias, se sigue tirando al piso con su nieto para jugar con los Hot Wheels y los camioncitos.

 

“Últimamente mi nieto se ha dado cuenta de que me cuesta levantarme desde el piso, así que me toma del codo y me ayuda”, dice sonriendo. “Después de eso me tengo que recostar hasta que se pase el dolor. Pero no me importa, mi nieto es mi herramienta de sanación”.

 

Además del andador, ella dice que la cirugía bariátrica que tuvo alrededor de la misma época en que la diagnosticaron con la estenosis espinal mejoró su movilidad. Sin ese peso encima, dice Santana que se mueve mejor.

 

De todos modos no puede permanecer sentada o de pie por mucho tiempo, y no puede lavar más de un plato por vez.

 

En la actualidad ella muestra signos de impedimentos relacionados con el envejecimiento. Además de las diferencias de movilidad, le cuesta realizar algunas actividades de la cotidianeidad, por ejemplo alimentarse bien. Si no se siente lo suficientemente bien, no va al supermercado. A veces se saltea comidas. Desde que perdió su dentadura postiza en diciembre, ha dejado de comer alimentos sólidos. Un ayudante ha comenzado a ir a su apartamento todos los días para ayudarla, pero no le gusta mucho que vengan extraños a su casa.

 

Para Santana, la movilidad no es tan importante como alimentarse bien, dice, pero ambas están conectadas. A veces tiene tanto dolor que no puede ir al mercado. Cuando va, generalmente compra comidas para hacer en el microondas, ya que le resulta demasiado difícil permanecer de pie para cocinar arroz y frijoles o alguno de sus platos favoritos de Puerto Rico. Por lo menos su ayudante hace un riquísimo mangú, un plato tradicional de desayuno dominicano hecho con platanos y cebollas. Quiere comprarse un slow cooker así cuando tiene la energía suficiente, puede preparar y cocinar la comida sin preocuparse por quemarla.

 

Aún no ha llegado a la silla de ruedas, pero eso también es una opción.

 

Hoy en día la vida es mucho más lenta, dice, y se centra en su soleado apartamento.

 

La parte trasera del edificio tiene suficiente espacio abierto para que tengamos luz del sol todo el día”, dice. “Puedo tomar sol. El verano pasado compré una piscina para mí y mi nieto. Estuvimos metidos ahí todo el verano. No fui a ningún lado. No iba a arriesgar mi salud. Mantengo mis células T en general arriba de 1.000”.

 

A los 28 años Nick Melloan-Ruiz pesaba 90 libras y corría un riesgo tan alto de desarrollar infecciones oportunistas que no podía mantenerse de pie en la ducha. Junto con su diagnóstico de SIDA recibió un andador y los medicamentos antirretrovirales y nunca volvió a mirar atrás.

 

Nick Melloan-Ruiz

Nick Melloan-RuizNicole Mcpheeters

De hecho en un momento tuvo que sentarse con su médico y pedirle que dejara de preguntarle cuándo iba a empezar fisioterapia para aprender a caminar sin el andador.

Recuerda que dijo, “El andador se queda. Voy a ir a fisioterapia para sentirme más fuerte, pero no lo voy a hacer para dejar el andador porque lo necesito, es parte de mí”.

 

Para usar un término terapéutico, fue un quiebre, un antes y un después. De pequeño Melloan-Ruiz era un chico entusiasta. Durante la adolescencia se suscribió a la revista Seventeen, pero puso la suscripción a nombre de su perro, y la primera vez que fue a un concierto fue a ver a Paula Abdul. Creció en Bloomington, Indiana, sintiendo que podía ser todas las partes de sí mismo. Pero cuando se fue de su casa, dice que la gente sólo veía una cosa de él: su dificultad para caminar a causa de la parálisis cerebral (PC). No sentía vergüenza de ser gay, pero sentía vergüenza de su parálisis cerebral.

 

“Tenía tantas cosas de las que ocuparme cuando me fui de casa, era como “¿Con qué voy a tener que lidiar hoy?” dice. “Realmente elegí enterrar la PC y no enfocarme en eso”.

Y eso significó que después de una infancia con aparatos ortopédicos en las piernas y fisioterapia, se rehusó a usar aparatos para movilizarse. Justo antes de su diagnóstico de SIDA, Melloan-Ruiz podía caminar sin ayuda, pero a veces se caía. Y le hizo frente a que las personas lo redujeran a sus diferencias físicas, transformándose en el más gracioso, el más instruido, la versión más locuaz de sí mismo, para no incomodar a los demás, haciendo un esfuerzo extra y dándole prioridad al bienestar de los demás antes que al suyo. Tenía que ser bueno, dice. Necesitaba ser querido. Así era con sus amigos de la secundaria. Así era con PC. Ese era el caso con las situaciones sexuales.

 

“Sólo quería que me quisieran y hubiera hecho cualquier cosa que la gente me pidiera, cosas que tal vez no hubieran sido mi elección, para que me incluyan, me valoren, para ser deseado”, dice.

 

Él sabía lo que estaba haciendo sexualmente. Sabía que tal vez tuviera VIH. Pero evitaba hacerse la prueba igual que evitaba lidiar con la PC. De hecho a medida que empezó a desarrollar fatiga, tos, malestares estomacales, todos los síntomas de la progresión del VIH, él dice que racionalizaba pensando que tal vez eran causados por la PC y no era algo de lo que tuviera que ocuparse. Es decir, nada de lo que tuviera que ocuparse hasta que fue inevitable.

 

Después llegó el hospital, él con 90 libras e incapaz de permanecer de pie. Ahí fue cuando se dio cuenta: “No tengo otros 28 años para hacer lo mismo”. Tuvo que enfrentar la realidad.

 

Por eso cuando esta vez le dieron un andador, lo aceptó. Al mismo tiempo que confrontó su tan evitado diagnóstico de VIH, decidió que ya no necesitaba ni quería esconder sus diferencias motrices. Comenzó como voluntario y luego a trabajar en organizaciones del VIH. 

Él dice que su objetivo es ayudar a otras personas a sobreponerse a cualquier tipo de vergüenza que enfrenten y a vivir sus vidas y perseguir sus pasiones, cualquiera que estas sean. Trata de demostrar a través de sus propias acciones que también es seguro ser genuino. Parte de esto es caminar con un andador.

 

“Fue una excelente integración para mí”, dice Melloan-Ruiz que ahora tiene 35 años. “Necesitaba admitir que tenía PC, y necesitaba hacerlo 100% visible a los demás”.